2 a.m.

«El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos.» Simone de Beauvoir

Me encuentro agotado y sólo pienso en cuánto me duelen los pies. Y que hace frío. Lo cual es curioso porque no había sido consciente de todos estos factores que me molestan tanto hasta que he emprendido el camino a casa.
Quizá sea el aburrimiento de no compartir camino y charla con un amigo.

Además, el sueño se apodera cada vez más de mí. A todo este cúmulo de catastróficas desdichas se suma que se me ha terminado la batería del teléfono móvil y no puedo llamar a un taxi.

Inmerso en todos estos pensamientos negativos me voy entreteniendo a modo de estrategia para que el camino se pase mas rápido. Creo que durante el día no suelo avanzar tan deprisa (llevando incluso unos playeros versus los zapatos que calzo desde hace unas 7 horas).

Me cruzo con alguna parejita clandestina o improvisada, quién sabe. La noche mezcla a los felinos pardos y monteses, sin distinción.

Pienso en parar y esperar a que pase algún taxi pero quiero llegar ya. Cuanto más avance, antes calzaré zapatillas de andar por casa y me quitaré las lentillas que ya me empiezan a lijar los ojos.

Más pensamientos atropellados vienen a mi cabeza cansada, ahumada y cada vez más lijada por las lentes de silicona ultra novedosas y ultra estiradas en el tiempo. Si mis padres se enteran que camino solo por la noche, no dormirían tranquilos. Si lo comento el lunes en la oficina pensarán que soy un irresponsable. Si se entera esa personita especial creerá que soy un provocador. Si mis amigos saben que me he ido caminando solo, pensarán que soy un cutre por no pagar un taxi.

Toda esta culpabilidad, ¿la sentirá alguna de las chicas que me he cruzado durante el camino a casa?

Y siento envidia de ellas, por ser mujeres y libres. Dueñas de mi seguridad. Que por pasar por la misma acera y ni mirarme, me hacen sentir aliviado.

Y pienso, menos mal que llevo ropa holgada y un abrigo con capucha que me ayudan a pasar desapercibido.

Continúo caminando porque elijo el camino largo y más transitado, por el que pasan coches contínuamente y espero que algún taxi lleve luz verde. Naranja y más naranja.

Doblo la esquina y al fin estoy en mi calle. Ahora viene el delicado momento de abrir el portal. Meto las manos en el bolsillo interior del abrigo y toco las llaves. Lo más sigilosamente que puedo, las agarro dentro del bolsillo sin sacar la mano. Es mi elaborada artimaña para que alguna posible depravada no pueda planificar su asalto a mi cuerpo taquicárdico.

Llego al portal, saco las llaves y abro lo más raudo que puedo. Cierro inmediatamente y apuro al ascensor.

Estoy a salvo. Una vez más lo he conseguido. He desafiado mi integridad y he vencido.

Ya en cama, en la comodidad de mi zona de confort, me entristezco enormemente pensando en el insignificante hecho de caminar por la noche solo. En toda la ansiedad y valor que conlleva. En la estúpida culpabilidad que me hace sentir. Culpabilidad. ¡Por ir caminando a casa!
………………………………………………………………………………………………………..

Pero la realidad es otra. Porque soy mujer. Y en esta película, la chica es quien vuelve a casa con las manos en los bolsillos tocando el metal de las llaves.

Y pienso que es indecente.

Indecente la preocupación interminable que mis padres, que son hombre y mujer, deben sentir en silencio, con resignación.

Indecente que no me sienta verdaderamente libre aunque me jacte de ello.

Porque no quiero depender.

Depender de la batería del teléfono móvil, ni del camino largo y transitado, ni de una compañía amiga.

Que no quiero temer.

NO QUIERO TEMER.

Temer a los hombres con capucha, a las ventanillas de coche bajadas que aminoran la marcha a mi paso, a la ropa que me quiera poner, a los ascensores, a los portales.

Ni a las 2 am.

* Fotografía de Raquel Balsa [https://www.flickr.com/photos/61832356@N05/]

No soy emigrante (Preludio)

¿Se acuerdan de “Pasaporte a Dublín”? Pues aquí una Karina más escribiendo desde la amable y fría Dublin en su blog su experiencia en el… No sé ni cómo llamar al estado que supone haberme ido a mejorar ese inglés que el sistema educacional de la EGB me enseñó de modo paupérrimo, que me supuso tirar miles de euros en cursos para, finalmente darme cuenta que “el idioma o lo vives o lo destrozas”. ¿Éxodo, quizás?

Sinceramente, no me considero EMIGRANTE. Emigrante es el que e-migra, cierto. Pero en nuestra sociedad crecemos con la idea de que el emigrante se marcha para buscar mejores oportunidades, se va con un dolor amargo en su alma, se va a culturas ajenas, y no sabe si regresará. Decir que soy emigrante sería agraviar el tremendo esfuerzo que personas como mi abuelo hicieron en su día. Atravesando el océano hacia un país totalmente desconocido, dejando una familia recién creada, y no sabiendo si la volverían a ver. No, yo no soy una emigrante. Me lo dijeron los abuelitos a los que iba a leer historias en un Centro de Día de A Coruña: “Iso non é emigrar, emigrar é o que fixemos nós” (“Eso no es emigrar, emigrar es lo hicimos nosotros”). Y a un senior, nadie osa contradecirle.

Adoro viajar, ese espíritu de aventura del que las gaviotas parlanchinas hablan, lo tengo. Pero no lo entiendo igual que ellas. Desde luego que no. De hecho no entiendo casi nada de lo que dicen.

 

«Esta es la vida del emigrante el vagabundo del sueño errante» El emigrante, Celtas Cortos.

 

 

Mientras haya Malalas…

Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
qué delito cometí
contra vosotros naciendo.[…]

¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron
que no yo gocé jamás?

Fragmento de La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca

Son muchas personas que han trabajado insaciablemente por romper las barreras establecidas,  que lucharon por libertades anuladas y olvidadas. Habituales de las páginas de la historia moderna y popularizados bajo una visión romántica gracias al séptimo arte, personas como Madiba, Luther King, Concepción Arenal y un afortunado y extenso etcétera. Todos ellos defendían una causa que consideraban justa, una causa utópica que parecía una locura, una locura necesaria. Hay, menos mal, muchísimos más, anónimos todos gracias a los cuales este mundanal ruido no ha llegado al temido Armaggedon procalamado por pitonisas y pitonisos de tres al cuarto.

Es desde los más complicados contextos desde los cuales suelen surgir los corazones más apasionados. No necesitan empuñar armas ni esconderse bajo armadura alguna. Basta con su conciencia, su voz, su ejemplo, que consiguen vencer las trampas escondidas bajo sus pies por los cobardes opresores. Me refiero a las MALALAS que florecen en esta sociedad. «Sociedad» entendida como sociedad humana en conjunto, sin divisiones étnicas ni clasistas, sin jerarquías propias de la globalización, sin primer ni tercer mundo, sin barreras. SOCIEDAD y punto.

A Malala la quisieron callar con disparos. Cuando curó las heridas dijo: «Volver al colegio me hace muy feliz. Mi sueño es que todos los niños en el mundo puedan ir a la escuela porque es su derecho básico».  Los hombres de la guerra decidieron que una niña que quería estudiar y que defendía sus pensamientos bajo el temible yugo de la palabra era un peligro e infundados con el poderoso MIEDO  que les vestía intentaron callar la voz de Malala.

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Esa justicia divina que nadie sabe en qué se basa pero sobre la que todo el mundo sienta cátedra ha de poder explicar cómo funciona el reparto de los derechos terrenales. Yo nazco aquí y ahora y eso determina los derechos que se me conceden y los derechos por los que debo trabajar. Samba nace en el continente africano y se ve obligado a jugarse la vida cruzando unas cuantas fronteras para poder tener todo aquello de lo que le han hablado y le parece utopía, ha de hacerlo a escondidas porque cruzar según qué fronteras y según quien seas no está bien visto. Coromoto nace en el continente americano y tiene que ganarse la vida para dar de comer a sus hijos cuidando de los hijos ajenos, llora cada noche porque no sabe si sus hijos la comprenderán pero siempre le acompañá la fe en dicha justicia divina a la que se aferra para no darse por vencida. Rosalía nace en el viejo continente y tiene todo lo que Samba y Coromoto anhelan, pero vive con miedo a perder esos derechos heredados y piensa en lo triste que resulta repetir la historia de su abuelo, que emigró al país de Coromoto solo y analfabeto; y gracias al que hoy Rosalía tiene dos carreras y un máster y pronto tendrá una escobilla en la mano para limpiar baños en el continente más joven y lejano. Y Malala, que solo quiere ir a la escuela pero vive en un lugar donde ser del género femenino singular parece ser un impedimento para muchas cosas que Rosalía ni se llega a plantear. Malala, Samba, Coromoto y Rosalía han tenido vidas opuestas, oportunidades bien distintas, desventuras lejanas pero, tienen muchas cosas en común. Más de las que se imaginan. Los cuatro quieren tener los mismos derechos, los mismos deberes, vivir en una sola sociedad, sin fronteras divinas y monetarias, solo quieren ser felices. SOLO QUIEREN SER FELICES… y ver cómo sus hijos ríen, comen, van al colegio, se vacunan para no tener una simple gripe o juegan en la calle. Nada más. ¿Simple verdad? Pues el mundo y sus sociedades segmentarias no lo plantean tan simple. No lo es. Parece que no.

Desde aquí, desde mi sillón quizá parezca lejano. ¿De verdad es algo lejano? La historia, de la que debemos aprender línea por línea e incluso entre ellas, nos cuenta cómo todo cambia contínuamente. Los cambios no son inesperados, pero la ignorancia es la gran aliada para las grandes catástrofes. Esto me hace recordar la alegoría de la caverna de Platón, pero esto es plato para otro post.

Yo creo que Malala nos ha dado una bofetada, una bofetada de esas que no duelen pero espabilan. Algo tan obvio como ir a la escuela, a la que íbamos llorando algunos días y a la que anhelamos el resto de nuestra vida adulta, en la que forjamos las bases de nuestro individualismo como personas, donde comenzamos a socializarnos y a formar parte de colectividades.

Children-in-Indonesia-Travel-to-School-on-Suspended-Aqueduct Niños atraviesan un puente diariamente para ir a la escuela entre dos aldeas de Java.

 

Ir a la escuela, combatir la ignorancia para aniquilar el miedo, esa es la base de nuestra supervivencia social.

«Abrid escuelas y se cerrarán cárceles.» Concepción Arenal.

«El porvenir está en manos del maestro de escuela.» Víctor Hugo.

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